Consecuente, ella empezó a lavar su ropa.
Puso agua en un balde
y agitó el jabón, con un sentimiento ambiguo:
era un olor nuevo y una nueva certeza
para contar al mundo.
“Mirar cómo se rompen las burbujas", dijo,
"no es más extraño que mirarse a un espejo".
Creía que hablaba para sus papeles
y se rió, mientras tocaba el agua.
La ropa se sumergía despacio, y
la frotaba despacio, a medida que
iba conociendo el juego.
Decidida,
tomó cada burbuja de jabón
y le puso un nombre; era
lo mejor que sabía hacer hasta ahora,
nombrar, y que las cosas
le estallaran en la mano.
IRENE GRUSS